miércoles, 23 de marzo de 2016

El derecho a la literatura. Un excepcional artículo de Antonio Cándido, poeta, ensayista, profesor universitario y uno de los principales críticos literarios brasileños.

[...] las personas, frecuentemente, son víctimas de una curiosa obnubilación. Afirman que el prójimo tiene, sin duda, derecho a ciertos bienes fundamentales, como casa, comida, educación, salud: cosas que nadie que tenga buenos principios admite hoy en día quesean privilegio de las minorías, como ocurre en Brasil. Pero, ¿pensarán que un semejante pobre tiene derecho a leer a Dostoievski o a escuchar los cuartetos de Beethoven? A pesar de la buena disposición que muestran hacia el prójimo, tal vez esto ni se les pase por la cabeza. Y no por mal, sino solamente porque cuando enumeran sus propios derechos no los hacen extensibles al semejante en su totalidad. Ahora bien, el esfuerzo para hacer partícipe al semejante del mismo elenco de bienes que reivindicamos para nosotros mismos está en la base de la reflexión sobre los derechos humanos.

[...] Por eso, la lucha por los derechos humanos presupone la consideración de tales problemas y, para entrar directamente en el tema, yo recordaría aquí que son bienes incompresibles no sólo los que aseguran la supervivencia física en niveles decentes, sino los que garantizan la integridad espiritual. Son incompresibles, por cierto, la alimentación, la vivienda, el vestido, la instrucción, la salud, la libertad individual, el amparo de la justicia pública, la resistencia a la opresión, etc.; y también el derecho a la religión, a la opinión, al descanso y, por qué no, al arte y a la literatura.

[...] Daré el nombre de literatura, en un sentido lo más amplio posible, a las creaciones de toque poético, ficcional o dramático de todos los niveles de una sociedad, de todos los tipos de cultura, desde lo que llamamos folclore, leyenda, chiste, hasta las formas más complejas y difíciles de la producción escrita de las grandes civilizaciones.

Vista de este modo, la literatura se presenta claramente como la manifestación universal de todos los hombres en todos los tiempos. No hay pueblo y no hay hombre que pueda vivir sin ella, es decir, sin la posibilidad de entrar en contacto con algún tipo de fabulación. Así como todos soñamos todas las noches, nadie es capaz de pasar las veinticuatro horas del día sin tener algún momento de entrega al universo fabulesco. Durante las horas de descanso el sueño asegura la presencia indispensable de este universo, independientemente de nuestra voluntad. Y durante la vigilia la creación ficcional o poética, que es el resorte de la literatura en todos sus niveles y modalidades, está presente en cada uno de nosotros, seamos analfabetos o eruditos, en la forma de anécdotas, historietas, noticias policiales, cuentos y canciones populares. Ella se manifiesta tanto en el devaneo sentimental o económico que tenemos mientras viajamos en autobús como en la atención prestada en la telenovela o en la lectura de una novela.

 [...] Con relación a estas dos caras de la literatura, es conveniente recordar que ella no constituye una experiencia inofensiva, sino una aventura que puede causar problemas psíquicos y morales, como ocurre con la propia vida, de la cual es imagen y transfiguración. Esto significa que juega un papel formador de la personalidad, pero no de acuerdo con las convenciones sino, sobre todo, de acuerdo con la fuerza indiscriminada y poderosa de la propia realidad. Por eso, en manos del lector, el libro puede ser factor de perturbación e, inclusive, de riesgo. Y de este hecho deriva la ambivalencia de la sociedad frente a él, pues, a veces, cuando transmite nociones o hace sugerencias que a la visión convencional le gustaría proscribir, suscita condenas. En el ámbito de la instrucción escolar el libro llega a generar conflictos, porque su efecto trasciende las normas establecidas.

Hace más de quince años, en una conferencia realizada en el marco de una reunión de la Sociedade Brasileira para o Progresso da Ciencia sobre el papel de la literatura en la formación del hombre, destaqué, entre otras cosas, los aspectos paradójicos de este papel, en la medida en que los educadores preconizan y, al mismo tiempo, temen el efecto de los textos literarios. De hecho -decía en aquella oportunidad- existe “un conflicto entre la idea convencional de una literatura que eleva y edifica (según los padrones oficiales) y su poderosa fuerza indiscriminada de iniciación en la vida, que se manifiesta en una complejidad variada que los educadores no siempre desean. La literatura, por lo tanto, ni corrompe ni edifica, sino que, al traer libremente en sí misma lo que llamamos el bien y lo que llamamos el mal, humaniza en sentido profundo, pues hace vivir”.

[...] Digamos, entonces, algo con respecto a las producciones literarias en las cuales el autor desea expresamente tomar posición frente a los problemas. De este deseo resulta una literatura comprometida, que parte de posiciones éticas, políticas, religiosas o, simplemente, convicciones y desea expresarlas o parte de cierta visión de la realidad y la manifiesta con tono crítico. De todo esto puede derivarse un peligro: afirmar que la literatura sólo alcanza su verdadera función cuando es de este tipo. Para la Iglesia Católica, durante mucho tiempo, la “buena literatura” era la que mostraba la verdad de su doctrina, premiando a la virtud y castigando el pecado. Para el régimen soviético, la literatura auténtica era la que describía las luchas del pueblo, cantaba la construcción del socialismo o celebraba a la clase obrera. Son posiciones fallidas y perjudiciales para la verdadera producción literaria, porque tienen como presupuesto que ésta se justifica mediante finalidades ajenas al plano estético, que, en realidad, es el decisivo. De hecho, sabemos que en literatura un mensaje ético, político, religioso o, en un sentido más amplio, social sólo resulta eficiente cuando se lo reduce a estructura literaria, a forma ordenadora. Tales mensajes son válidos como cualquier otro y no pueden proscribirse, pero su validez depende de la forma que les da existencia en tanto objetos de un cierto tipo.

[...] La organización de la sociedad puede limitar o ampliar el goce de este bien humanizador. Lo que resulta grave en una sociedad como la brasileña es que ella mantiene con el máximo rigor la estratificación de las posibilidades, tratando muchos bienes materiales y espirituales que son incompresibles como si fueran compresibles. En nuestra sociedad el goce de la literatura está supeditado a una cuestión de clases, en la medida en que el hombre del pueblo está prácticamente privado de la posibilidad de conocer y aprovechar la lectura de Machado de Assis o de Mario de Andrade. Para él, lo que resta es la literatura de masas, el folclore, la sabiduría espontánea, la canción popular, el proverbio. Estas modalidades son importantes y nobles, pero es grave considerarlas suficientes para la gran mayoría que, debido a la pobreza y la ignorancia, está imposibilitada de tener acceso a las obras cultas.

[---] A partir de 1934 y del famoso Congreso de Escritores de Karkov, se generalizó la cuestiónde la “literatura proletaria” -que venía debatiéndose desde la victoria de la Revolución Rusa- y hubo una especie de convocatoria universal en pro de la producción socialmente comprometida. Uno de los argumentos utilizados sostenía la necesidad de ofrecer al pueblo un tipo de literatura que realmente le interesase, porque trataba sus problemas desde un ángulo progresista. En esa ocasión, un escritor francés bastante comprometido, aunque no sectario, Jean Guehenno, publicó en la revista Europe algunos artículos en los que relata una experiencia simple: le dio a leer a gente modesta, de poca instrucción, novelas populistas, con una posición ideológica comprometida con el trabajador y el pobre; pero no obtuvo muestras del menor interés por parte de las personas a las que se dirigió. Entonces, les dio libros de Balzac, Stendhal, Flaubert, que las fascinaron. Guehenno quería mostrar con esto que la buena literatura tiene alcance universal y que, si llegara al pueblo, sería debidamente acogida.

Por ese lado mostraba el efecto mutilador de la segregación cultural por clases. Aún hoy recuerdo haber oído en los años cuarenta que el escritor y pensador portugués Agostinho da Silva promovió cursos nocturnos para operarios, en los que comentaba textos de filósofos como Platón, que despertaron mucho interés y fueron debidamente asimilados.

[...] El Fausto, el Quijote, Os lusiadas, Machado de Assis pueden ser objeto de goce en todos los niveles y serían factores inestimables de afinación personal, si nuestra injusta sociedad no segregase los sectores, impidiendo la difusión de los productos de la alta cultura y confinando al pueblo solamente a una parte de la cultura, la llamada cultura popular. En este plano, Brasil se distingue por el alto grado de iniquidad, pues, como se sabe, tenemos, por un lado, los más altos niveles de instrucción y de erudición y, por el otro, la masa de despojados -que predomina numéricamente- sin acceso a esos bienes, y, lo que es peor, sin acceso a los propios bienes materiales para la supervivencia.

En este contexto, resulta indignante el prejuicio según el cual las minorías que tienen acceso a las formas refinadas de cultura son siempre capaces de apreciarlas, lo que no es verdad. A las clases dominantes, con frecuencia, les falta sensibilidad y real interés por el arte y la literatura que están a su disposición, y muchos de sus segmentos los cultivan por mero esnobismo, porque tal o cual autor está de moda, o porque el hecho de que a uno le guste tal o cual pintor da prestigio. Los ejemplos que acabamos de ver sobre la conmovedora avidez con que los pobres e incluso los analfabetos reciben los bienes culturales más altos muestran que lo que existe es un verdadero despojo, una real privación de los bienes espirituales que les hacen falta y que deberían estar a su alcance como un derecho.

[...] Por lo tanto, la lucha por los derechos humanos comprende la lucha por un estado de cosas en el cual todos puedan tener acceso a los diferentes niveles de cultura. La distinción entre cultura popular y cultura alta no debe servir para justificar y mantener una separación injusta, como si desde el punto de vista cultural la sociedad estuviese dividida en esferas incomunicadas, dando lugar a dos tipos de goces literarios sin comunicación. Una sociedad justa presupone el respeto de los derechos humanos; y el goce del arte y de la literatura, en todas las modalidades y en todos los niveles, constituye un derecho inalienable.


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