viernes, 30 de septiembre de 2016

La matuschka. Un cuento de Rubén Darío (1867-1916). Cien años de su muerte.

¡Oh, qué jornada, qué lucha! Habíamos, al fin, vencido, pero a costa de mucha sangre. Nuestra bandera, que el gran San Nicolás bendiga, era pues, la bandera triunfante. Pero, ¡cuánto camarada quedaba sin vida en aquellos horribles desfiladeros! De mi compañía no nos salvamos sino muy pocos. Yo, herido, aunque no gravemente, estaba en la ambulancia. Allí se me había vendado el muslo que una bala me atravesó rompiendo el hueso. Yo no sentía mi dolor: la patria rusa estaba victoriosa. En cuanto a mi hermano Iván, lo recuerdo muy bien. Al borde de un precipicio recibió un proyectil en el pecho, dio un grito espantoso y cayó, soltando el fusil, cuya bayoneta relampagueó en la humareda. Vi morir a otros; al buen sargento Lernoff, a Pablo Tenovitch, que tocaba tan bien el fifre y que alegraba las horas de vivac; ¡a todos mis amigos!

Me sentía con fiebre. Ya la noche había entrado, triste, muy triste, y al ruido de la batalla había sucedido un silencio interrumpido sólo por el ¡Quién vive! de los centinelas. Se andaba recogiendo heridos, y el cirujano Lazarenko, que era calvo y muy forzudo, daba mucho que hacer a sus cuchillos, aquellos largos y brillantes cuchillos guardados en una caja negra, de donde salían a rebanar carne humana.

De repente, alguien se dirigió al lugar en que me encontraba. Abrí los ojos que la fiebre persistía en cerrar, vi que junto a mí estaba, toda llena de nieve, embozada en su mantón, la vieja matuschka del regimiento. A la luz escasa de la tienda, la vi pálida, fija en mí, como interrogándome con la mirada.

—¡Y bien! —me dijo—, decidme lo que sabéis de Nicolás, de mi Nicolasín. Dónde le dejaste de ver? ¿Por qué no vino? Le tenía sopa caliente, con su poco de pan. La sopa hervía en la marmita cuando los últimos cañonazos llegaban a mis oídos. ¡Ah!, decía yo. Los muchachos están venciendo, y en cuanto a Nicolasín, está muy niño aún para que me lo quiera quitar el Señor. Seis batallas lleva ya, y en todas no ha sacado herida en su pellejo, ni en el de su tambor. Yo le quiero y él me quiere; quiere a su matuschka, a su madre. Es hermoso. ¿Dónde está? ¿Por qué no vino contigo, Alexandrovitch? CONTINUAR LEYENDO

No hay comentarios:

Publicar un comentario